Burbujas de tiempo, burbujas de resistencias (4 de 4): Nueva York no es como Nueva York
La siguiente ciudad que me gusta considerar una burbuja es Nueva York. Para mucha gente de todo el mundo, Nueva York es la quintaesencia de lo americano; para muchos americanos, es cualquier lugar menos América. Esta última no es una afirmación del todo vacía, al menos desde el punto de vista geográfico: si descontamos el Bronx, ni siquiera puede decirse que la ciudad esté sobre suelo continental americano, sino varada y fragmentada en una serie de islas frente a la costa. Ahora estén preparados: voy a destruirles las dos mayores certezas que tienen sobre Nueva York. Uno, Manhattan no es la isla de los rascacielos; es la de las casitas bajas. Dos, Harlem no es el barrio de los negros pobres; es la de los blancos ricos.
Harlem no es como Harlem
Algunos de los montes célebres del Nuevo Mundo tienen nombre de azúcar, como el Pan de Azúcar de Río de Janeiro, Sugar Hill de Nueva York. Sugar Hill es una colina que se levanta en el punto más alto del barrio de Harlem, en Manhattan. El nombre – si damos por cierta la versión popular- tiene que ver con la condición de ser un área acomodada dentro de un barrio popular. El éxito era escalar esa montaña de azúcar y coronarse rey en ella. Huertos en los patios traseros, casas con un estilo de principios de siglo como las que intentó emular Walt Disney en sus parques temáticos y un aire más elegante del que cabía esperar en Harlem producen un primer desconcierto.
Muy cerca, se encuentra Sylvan Terrace, la burbuja más persistente y la más extraña de toda la ciudad de Nueva York: una calle adoquinada con dos hileras de casas de madera, pintadas con prácticamente los mismos colores que tenían originalmente en 1882. «¿He estado antes aquí?» , se preguntará el viajero. Lo más insólito es su incongruente existencia en Harlem, un barrio en el que no llegaríamos a sospechar nunca la existencia de unas construcciones semejantes. Parecen unas de esas combinaciones insólitas que fabrican los sueños. El desplazamiento lógico se refuerza si caminamos hasta el final la calzada de adoquines: un bosque con una casa colonial, la mansión Morris-Jumel. Esta burbuja del tiempo conserva un Nueva York que no es ni el de los rascacielos, ni el de las brownstone houses, ni el de las fachadas de incendios metálicas. La próxima vez que ese amigo presuma de conocer Nueva York mientras enseña fotos del trampantojo de Time Square, hay que recomendarle que explore de verdad la ciudad.
Sugar Hill es la cima, una burbuja cuidada por la propia administración y los vecinos, rescatada con una ligera culpabilidad que sienten los neoyorquinos por no haber conservado un casco antiguo a la europea. Lo mismo sucede con Sylvan Terrace. Pero en Harlem, la gentrificación se ha cobrado bastantes víctimas.
Bajemos un poco al nivel terrenal, al enorme Harlem. El cambio ha sido constante en su historia. Primero se expulsó de él a los nativos, antes de llamarse Harlem. Después pasaron los granjeros holandeses que trajeron el nombre de Haarlem, luego las mansiones campestres para huir de la ciudad, los emigrantes judíos e italianos… Todos acabaron yéndose del barrio. Finalmente los negros y los latinos. Aunque parezca que el barrio está indisolublemente unido a estos últimos dos grupos, ningún habitante de Harlem es permanente.
Hemos visto cómo la gentrificación afecta a Berlín. Pero en el caso de Harlem, aun siendo otro de los ejemplos más citados de gentrificación, el proceso acaba siendo muy distinto. No se ha enfrentado con una resistencia tan acérrima; se ha desarrollado más gradualmente. Ha sido recibida, en cambio, como el sol del amanecer en la cara por muchos neoyorquinos: gradual, con un calor que aumenta imperceptiblemente. Harlem había salido de las guerras del crack de los 80 más marginal y segregado que antes, por lo que los cambios fueron bien recibidos. Aunque, una vez más, alguien tuvo que irse del barrio: los antiguos inquilinos afroamericanos que ya no podían pagar la subida de los alquileres. Potenciado por la cercanía de dos campus universitarios y limpio tras la campaña anti-crimen del alcalde Giuliani, Harlem vio cómo en la mitad de la década de los 2000 empezaron a aparecer carteles de inmobiliarias. La boyante riqueza de antes de la Gran Recesión creó fortunas que necesitaban invertir. Por otra parte, más de un bo-bo (palabra muy de moda entonces) quiso probar la más-chic-que-nunca ciudad de Sexo en Nueva York. Eran los años posteriores al 11-S, había que sonreír a la adversidad. Los Starbucks entonces empezaron a llenar los huecos de los clausurados teatros de jazz de lo que fue una comunidad pobre pero orgullosa. Aunque esto sólo es una sombra más dentro de la larga noche que es Nueva York.
Como briznas de hierba sobre la acera: los jardines comunales de Nueva York
Sin embargo, los ciudadanos de NYC son de raíces duras. Acostumbrados a una ciudad que ha cambiado constantemente durante toda su historia, han encontrado la necesidad crear su espacio de resistencia para mantener sus esfera personal. No es necesario el discurso sentimental y patriota del 11-S para sacarlo a la luz. Tan poco americanos como parecen a menudo, lo son, en cambio, si se piensa en la ciudad como una tierra salvaje donde todo habitante es tan pionero como el granjero las Grandes Llanuras. En Manhattan, las burbujas de resistencia son los jardines comunales. En la ciudad donde uno parpadea y donde antes no había nada ahora hay un edificio, recobrar el terreno de las manos de los especuladores es el recurso de resistencia que sus moradores están dispuestos a emplear.
Durante la crisis del petróleo de los setenta quedaron grandes solares abiertos en medio de la ciudad como terreno baldío que pronto se volvió fértil para que brotase el crimen y el tráfico de drogas. Coincidió en el tiempo con el nacimiento del activismo ecologista moderno, una de las herencias más perdurables de los movimientos contestatarios y contraculturales de los 60. En el Lower East Side de Manhattan, nido de la Generación beat y hoy un bullente distrito cultural, empezaron a surgir movimientos de “guerrillas de jardín” y personajes como Adam Purple, que plantaban de manera clandestina en los solares de este barrio. Germinaron así islas verdes y libres una zona degradada. Pronto los vecinos vieron las ventajas de esta ocurrencia: podían disfrutar de zonas verdes limpias y seguras y, además, cultivar sus propios alimentos. No era una idea nueva en si, pues lleva haciéndose en otros lugares del mundo desde hacía mucho, especialmente en la Europa de posguerra. Pero su planteamiento era revolucionario y la actitud que lo nutría era tan provocadora y tan propia de la idea de burbuja como su aparición en un área apenas a un paso de los centros financiero (Financial District) y comercial (Midtown). Poco a poco, otros barrios adoptaron la idea y aparecieron en zonas como Clinton (conocido también por el nombre, no tan agraciado, de Hell’s Kitchen [Cocina del Infierno]. Los jardines comunales pueden ser de acceso público o restringido, ser ornamentales o agrícolas, pero todos comparten la misma filosofía de una gestión compartida. Tras haber sobrevivido a épocas difíciles, los pioneros han visto en los últimos años que su modelo se está instalando en muchas ciudades del mundo. Al doblar una esquina, la sorpresa llega cuando aparece un tesoro verde donde no se esperaba. Estas burbujas no son burbujas de tiempo, sino de espacio.
Es también bastante significante que el movimiento de resistencia más reciente que ha surgido a la ciudad, haya adoptado el nombre de ‘Occupy Wall Street’. En los sesenta, donde el principal foco caliente de descontento civil se encontraba en el soleado césped de Berkeley (California), la parafernalia del amor, el verano, las flores, el optimismo y el colorido casaban perfectamente. Pero el neoyorquino es un superviviente feroz que no conquista terreno: lo reconquista. Entonces es cuando la resistencia mediante la ocupación se convierte en un hecho natural.
Y finalmente, tenemos a la mujer que, tenaz, no dejó que una torre de cristal derribase su casa. Como en una película que se criticaría por irreal, logró que se construyese un rascacielos no sobre su casa sino, literalmente, por encima de su casa. También, el grupo de vecinos del edificio de la fotografía, que logró evitar el derribo del último ejemplo de esta arquitectura en el barrio. ¡Eso es lo que se llama resistir de verdad! Resistir es crecer como las briznas de hierba de la acera.